El Manzano
Este relato participa en el Reto anual: 12 meses 12 relatos 2021 organizado por De aquí y de allá by TanitBenNajash https://tanitbennajash.com/2020/12/21/reto-anual-12-meses-12-relatos-2021/
Mi existencia
fue consecuencia del contacto de tus manos con la tierra. Tuviste que armar un
techo de madera sobre el portón que daba al jardín, y colocar una lona sobre nosotros
para que nos llegara la cantidad de luz precisa. Te aseguraste de mantener el
ambiente siempre húmedo y fresco. Sonreíste por primera vez en mi cercanía cuando,
por en medio de los cotiledones, surgía el pequeño brote que sería mi primera
hoja verdadera. Me le había adelantado a los demás y por lo tanto era el que
más llamaba tu atención. Y eras joven. Era probablemente una nueva experiencia
para ti: la crianza de mi especie en particular. En aquel jardín había flores,
arbustos, pero en ningún lugar un árbol frutal, después de todo.
El tiempo corre
distinto para ambos; eso es evidente. Pero por alguna razón tu cercanía podía
alterar esa noción. Había instantes donde casi podía percibir las horas pasar. Tu
estarías sentado a nuestro lado en tu silla de ratán leyendo el periódico, el tenue
sonido de la televisión de la cocina y un pequeño rompevientos acompañando una
mañana cálida y placentera. Tus ojos se fijarían tan solo un rato en nosotros,
pero más que nada en el más alto, tu servidor, y luego voltearías a ver el jardín
contiguo, las frondas de aquel otro manzano como saludándote con cada brisa ocasional.
Tu mente seguro pensando si aquel paisaje era una concreta visión del futuro, o
si era optimismo irrealista, pues era tu primer intento.
Algunos perduramos,
otros perecieron, y cuando al fin llegué a la altura de tu rodilla, hiciste una
llamada telefónica. Se escuchó el ruido de un motor a la distancia y en eso
apareció en el jardín una mujer cuya voz era familiar. Empezó a cargar y
llevarse uno por uno. Yo estaba en una esquina. Estaba alejado de aquel grupo
de jóvenes en cajas de madera, que pronto estarían en una mejor ubicación, en
suelo fértil, acompañados de gente con manos más experimentadas que las tuyas. A
pesar de que la mujer te cuestionó, fuiste firme en conservarme. Después de ver
su camioneta alejarse te diste a la tarea de tomar la pala y empezar la labor
posiblemente inútil de conservarme con vida.
No fue sencillo.
Hubo heladas, sequías, plagas, e incluso uno qué otro huracán. Pero nunca
fallabas. Te aseguraste de cortar cada hoja marchita, para que no malgastara mi
energía, y así pudiera producir nuevas. Investigaste y llamaste a un técnico
para que se encargara de automatizar el riego aquellos meses que te ausentaste
después de salir con una gran maleta. Compraste fungicida y aceite parafínico
cuando fue necesario. Pero tal vez el esfuerzo que ciertamente más llamó la
atención del otro miembro de la casa fue cuando te abrazaste de mí en medio de
las fuertes ventiscas que amenazaron con derribarme, por un par de días.
Tuvieron qué traerte sustento desde la cocina hacia donde nos encontrábamos,
arriesgando derramar los contenidos del plato en el proceso.
En nuestra séptima
primavera, cuando viste mis retoños blancos, tus ojos se abrieron de más y
cubriste tu boca. Debido a la noticia y a tu deseo por compartirla, esa semana
fui observado por más gente de la que había presenciado en los últimos cinco
años. Cada hora salías al jardín y observabas mis ramas desde un ángulo
distinto, como si fuera algún tipo de escultura. Faltaba poco para el otoño, cuando
finalmente verías —en un sentido más literal que cuando comúnmente se utiliza
esa expresión— el fruto de tu trabajo. Sin embargo, en una mañana que parecía
ser cualquier otra, horas después de que habías arrancado en tu auto, aquel hombre
que siempre estaba en tu cocina recibió una llamada.
El tiempo corre
distinto para ambos. Pero lo que puedo afirmar es que corrió mucho más lento
para ti. Era cierto que había llegado a un punto de mi crecimiento donde mi
propia resiliencia era suficiente para subsistir. Eso sucede en la adultez, y
para mí no es diferente. Pero eso no significaba que tu ausencia no tuvo su
marca. Para empezar, mi compañía había cambiado. De vez en cuando se congregaba
un grupo de gente en ese jardín donde tanto tiempo habías pasado. Hablaban en
voz baja acerca de tu “caso”. El sonido de la televisión en la cocina ya no era
tan tenue, pues todos querían escuchar cómo tu juicio avanzaba. Ahí mismo, bajo
mi sombra, pintaban carteles y se organizaban para, de alguna forma, apoyarte
como pudieran. Son irrelevantes los eventos que te llevaron a donde estabas,
puesto que todos los que estuvieron bajo mi manto siempre creyeron en tu
inocencia.
En los rostros
de quienes pasaban a recoger mis frutos caídos, que tú nunca llegaste a ver
antes de tu aprehensión, podía notar que se había dado el veredicto de la pena
máxima. Sucedió la primera revisión, luego la segunda. Surgió nueva evidencia,
que después fue misteriosamente perdida. Conforme pasaban los años, las
personas que se congregaban bajo mi sombra fueron disminuyendo. Pero el par que
se quedó jamás se fue. Uno de ellos era la que se había llevado a los que
nacieron conmigo todos esos años atrás, y el otro era el que siempre se
encontraba en tu cocina, y te alimentó cuando estabas prensado a mí durante aquella
tempestad. Cada otoño, cuando te visitaban, probablemente te contaban de mí, puesto
que siempre se decían que escuchar de otra cosecha exitosa levantaría tus
ánimos.
A pesar de que la
casa no había sido abandonada, por incontables mañanas la silla de ratán
permanecía vacía, y la pila de periódicos sin desdoblar se acumulaba en un
rincón frente al barandal. Mis hojas secas cubrían todo a mi alrededor, y la
tierra poco a poco perdió su capacidad de hacer a los arbustos más sensibles
florear. El otro hombre rara vez salía, como si estar en el jardín aumentara el
peso de tu ausencia en sus hombros caídos, sobre sus espalda que se encorvaba
cuando estaba angustiado. El tamaño del pasto y hierbas denotaba la ausencia de
pisadas y de ese afán humano de alterar y “embellecer” el ambiente. La puerta
corrediza permanecía cerrada y el rompevientos oxidado se había caído al suelo,
junto con mis frutos podridos.
Pero aquella
escena cambió conforme el día en el que partirías de este mundo se acercaba. La
mujer de buenas manos que se había llevado a mis hermanos, y el hombre cuya
cocina adorabas se dieron a la tarea de dejar todo como tú quisieras que
estuviera. Cortaron el pasto y algunas hierbas. Barrieron las hojas secas,
recogieron los frutos caídos y arrancaron algunos de los más maduros de mis ramas.
Hicieron tarta de manzana. Ignoro si fue a petición tuya. Pero tu devoción,
evidenciada por aquellos años de esfuerzo, era buen indicio para suponer que
era así. Empaquetaron el postre y partieron hacia ti. Días pasaron sin que
volvieran, luego semanas. Tal vez no regresarían, y aquellos cambios que habían
hecho serían borrados por el inevitable paso del tiempo en tu ausencia.
Sin embargo, una
mañana la mujer abrió la puerta corrediza con el ánimo cambiado. Acomodó sillas
y mesas en el jardín y junto con un pequeño pero conocido grupo de gente, decoraron
los alrededores con globos, listones y carteles. Las llantas de tu camioneta se
detuvieron frente a tu hogar, y saliste del asiento de acompañante. Celebraron al
ver tu silueta asomarse y, cuando después de una década volviste a pisar pasto,
destaparon una botella de sidra. Curiosamente, la primera dirección a la que
dirigiste tu mirada fue arriba. Fue solo unos momentos, pues rápidamente todos crearon
un gran círculo a tu alrededor, bloqueado tus ojos. Pero hacia mí los habías
posado: tú con arrugas desconocidas para mí, y yo con corteza mucho
más agrietada, firme y gruesa a como recordabas.
En esa fiesta eras
sonrisas y felicidad; eras luz de medio día que se dejaba entrever a través de
mis hojas, ondulando con el viento. No obstante, de vez en cuando, aun cuando
estuvieras hablando con alguien, tu mirada se perdía, y, como buscando un
ancla, tu cabeza se ladeaba y fijabas tus pupilas en mí. Segundos después colocaban
alguna mano en tu hombro, o llamaban tu nombre y volvías en sí.
Tuvieron que
pasar un par de días para que al fin te dejaran solo. Sabía que no había nadie
más que tú, puesto que el televisor estaba apagado, y solo se escuchaban mis hojas
y la de los arbustos chocar entre ellas al ser acariciadas por los céfiros de primavera.
Tras abrir la puerta corrediza, caminaste lentamente, algunas hojas secas
olvidadas crujiendo bajo tus pies. Te paraste junto a mí, observando el pequeño
paisaje de tu jardín, y colocaste una mano sobre mi corteza. Analizabas las grietas,
y acomodabas tu palma para sentir mejor la áspera pero resistente madera. Luego
volteaste arriba viendo aquellos retoños similares a los de diez primaveras
pasadas. Miraste el cielo del horizonte, y lentamente enroscaste mi tronco con
ambos brazos. Y, por primera vez desde que volviste, sollozaste. Te sumiste en
el llanto, presionando tu mejilla contra mí.
Uno pensaría que
la naturaleza es indiferente a lo que te sucede. Que las primaveras y otoños
pasarán, mis hojas caerán y volverán a crecer, y sin importar las desgracias,
el resto del mundo se verá inalterado, siguiendo su curso, inmóvil ante tus
desventuras individuales. Pero cuando mi vida acabe, y decidan cortar mi tronco
para utilizar la madera, aquello que no es visible saldrá a la luz. Puede que
un experto en dendrocronología pueda descifrar los años de plaga o sequía, tras
analizar diagramas y patrones, pero eso poco importa, porque aún sin ser vistos,
será un hecho que esos anillos que se encuentran dentro de tu abrazo tendrán
marcada nuestra historia. Cada aro, y la distancia entre ellos dibuja los años
que he narrado, grabados en la memoria de mi cuerpo y de la tierra.
Nota: Esta historia fue inspirada por la vida de Peter Pringle, y por el signo zodiacal de Tauro: Tauro pertenece a los signos fijos y simultáneamente es un signo de tierra. La proyección del Sol en su nacimiento suele influir para que sean personas firmes, decididas y constantes en varios sentidos. Idolatran la belleza, la fidelidad y el cuidado.
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